Antonio López García

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Nacido en la Mancha (Tomelloso, Ciudad Real, 1936), entre vides, trigo y pinceles, especialmente los de su tío Antonio López Torres (1902-1987), su formación y su vida como pintor y escultor ha transcurrido vinculada a Madrid, ciudad a la que ha convertido en excusa de muchas de sus pinturas, especialmente desde los años sesenta, desde las vistas urbanas a los rincones, de sus silencios y vacíos ciudadanos al ruido de las terrazas, lugares desde los que Antonio López suele mirar tanto hacia afuera o hacia abajo, como quien pinta desde lo alto, como hacia dentro, hacia las habitaciones secretas ocupadas por el aura de personajes que no están.

Formado en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, entre 1950 y 1955, pronto viaja, becado, por Italia y, después, por Grecia. No son referencias banales, con independencia de los ecos que la pintura italina del Novecento, con aires metafísicos, de Giorgio de Chirico a Carlo Carrá, y de su traductor vernáculo, Gregorio Prieto, tuvieron en algunos pintores figurativos españoles, incluido el propio Antonio López, durante esos años. Todos estos datos, unidos a sus extraordinarias dotes para el dibujo y a la primera ensoñación propia de sus obras de los años cincuenta, permitieron a muchos hablar de «realismo mágico» a propósito de las mismas. Son años de triunfo del informalismo y de las tendencias abstractas en España. Incluso alguno de sus amigos más íntimos, como [[[Lucio Muño]] o Enrique Gran, lo eran, pero exponían juntos, al lado de Francisco y Julio López Hernández, Amalia Avia Isabel Quintanilla. Esta coincidencia de afectos ha llevado a algunos estudiosos a considerar que no existían fronteras o eran borrosas entre el realismo y la abstracción en aquellos momentos, puede ser que con la intención de afirmarla modernidad de ese tipo de realismo.

Con independencia de la verosimilitud de tales planteamientos, lo cierto es que la pintura de Antonio López, entre los años sesenta y el comienzo de los noventa, se ensimismó, se hizo proverbialmente lenta, silenciosa, urbana e íntima. Obsesionado por pintar el tiempo, vació sus lienzos de acontecimientos, y se detuvo en los detalles, ya fueran panorámicos o próximos a la piel, tanto arquitectónica como figurativa, incluida sus esculturas. Velázquez y, sobre todo, Vermeer parecieron venir en su ayuda. Esos años, con pocas exposiciones y éxitos fuera de España, aumentaron su leyenda, construida con una pintura moderna a contracorriente, fuera del tiempo. Algunas antológicas a finales de los años ochenta y la de 1993 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía consolidaron su figura y su pintura, presente en importantes colecciones europeas y norteamericanas.

Referencia[ ]

  • RODRÍGUEZ, Delfín. Antonio López García, en Enciclopedia Madrid S.XX


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