Fiestas de toros en Madrid (Moratín)

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Título: Fiestas de toros en Madrid

Autor: Nicolás Fernández de Moratín

Madrid, castillo famoso 
que al rey moro alivia el miedo, 
arde en fiestas en su coso, 
por ser el natal dichoso 
de Alimenón de Toledo. 

Su bravo alcaide Aliatar, 
de la hermosa Zaida amante, 
las ordena celebrar, 
por si la puede ablandar 
el corazón de diamante. 

Pasó, vencida a sus ruegos, 
desde Aravaca a Madrid. 
Hubo pandorgas y fuegos 
con otros nocturnos juegos 
que dispuso el adalid. 

Y en adargas y colores, 
en las cifras y libreas, 
mostraron los amadores, 
y en pendones y preseas, 
la dicha de sus amores. 

Vinieron las moras bellas 
de toda la cercanía, 
y de lejos muchas de ellas, 
las más apuestas doncellas 
que España entonces tenía. 

Aja de Getafe vino 
y Zahara la de Alcorcón, 
en cuyo obsequio muy fino 
corrió de un vuelo el camino 
el moraicel de Alcabón. 

Jarifa de Almonacid, 
que de la Alcarria en que habita 
llevó a asombrar a Madrid, 
su amante Audalla, adalid 
del castillo de Zorita. 

De Adamuz y la famosa 
Meco, llegaron allí 
dos, cada cual más hermosa, 
y Fátima, la preciosa 
hija de Alí el Alcadí. 

El ancho circo se llena 
de multitud clamorosa 
que atiende a ver en su arena 
la sangrienta lid dudosa, 
y todo en torno resuena. 

La bella Zaida ocupó 
sus dorados miradores 
que el arte afiligranó, 
y con espejos y flores 
y damascos adornó. 

Añafiles y atabales, 
con militar armonía, 
hicieron salva y señales 
de mostrar su valentía 
los moros más principales. 

No en las vegas de Jarama 
pacieron la verde grama 
nunca animales tan fieros, 
junto al puente que se llama, 
por sus peces, de Viveros, 

como los que el vulgo vio 
ser lidiados aquel día, 
y en la fiesta que gozó, 
la popular alegría 
muchas heridas costó. 

Salió un toro del toril 
y a Tarfe tiró por tierra, 
y luego a Benalguacil, 
después con Hamete cierra, 
el temerón de Conil. 

Traía un ancho listón 
con uno y otro matiz 
hecho un lazo por airón, 
sobre la inhiesta cerviz 
clavado con un arpón. 

Todo galán pretendía 
ofrecerle vencedor 
a la dama que servía; 
por eso perdió Almanzor 
el potro que más quería. 

El alcaide, muy zambrero, 
de Guadalajara, huyó 
mal herido al golpe fiero, 
y desde un caballo overo 
el moro de Horche cayó. 

Todos miran a Aliatar, 
que aunque tres toros ha muerto, 
no se quiere aventurar, 
porque en lance tan incierto 
el caudillo no ha de entrar. 

Mas viendo se culparía, 
va a ponérsele delante; 
la fiera le acometía, 
y sin que el rejón la plante 
le mató una yegua pía. 

Otra monta acelerado; 
le embiste el toro de un vuelo, 
cogiéndole entablerado; 
rodó el bonete encarnado 
con las plumas por el suelo. 

Dio vuelta hiriendo y matando 
a los que a pie que encontrara, 
el circo desocupando, 
y emplazándose, se para, 
con la vista amenazando. 

Nadie se atreve a salir; 
la plebe grita indignada; 
las damas se quieren ir, 
porque la fiesta empezada 
no puede ya proseguir. 

Ninguno al riesgo se entrega 
y está en medio el toro fijo, 
cuando un portero que llega 
de la Puerta de la Vega 
hincó la rodilla y dijo: 

«Sobre un caballo alazano, 
cubierto de galas y oro, 
demanda licencia urbano 
para alancear a un toro 
un caballero cristiano». 

Mucho le pesa a Aliatar; 
pero Zaida dio respuesta 
diciendo que puede entrar, 
porque en tan solemne fiesta 
nada se debe negar. 

Suspenso el concurso entero 
entre dudas se embaraza, 
cuando en un potro ligero 
vieron entrar por la plaza 
un bizarro caballero. 

Sonrosado, albo color, 
belfo labio, juveniles 
alientos, inquieto ardor, 
en el florido verdor 
de sus lozanos abriles. 

Cuelga la rubia guedeja 
por donde el almete sube, 
cual mirarse tal vez deja 
del sol la ardiente madeja 
entre cenicienta nube. 

Gorguera de anchos follajes, 
de una cristiana primores, 
por los visos y celajes 
en el yelmo los plumajes, 
vergel de diversas flores. 

En la cuja gruesa lanza 
con recamado pendón, 
y una cifra a ver se alcanza 
que es de desesperación, 
o a lo sumo de venganza. 

En el arzón de la silla 
ancho escudo reverbera 
con blasones de Castilla, 
el mote dice a la orilla: 
Nunca mi espada venciera. 

Era el caballo galán, 
el bruto más generoso, 
de más gallardo ademán: 
cabos negros, y brioso, 
muy tostado, y alazán; 

larga cola recogida 
en las piernas descarnadas, 
cabeza pequeña, erguida, 
las narices dilatadas, 
vista feroz y encendida. 

Nunca en el ancho rodeo 
que da Betis con tal fruto 
pudo fingir el deseo 
más bella estampa de bruto 
ni más hermoso paseo. 

Dio la vuelta al rededor; 
los ojos que le veían 
lleva prendados de amor. 
«Alá te salve», decían, 
«déte el Profeta favor». 

Causaba lástima y grima 
su tierna edad floreciente; 
todos quieren que se exima 
del riesgo, y él solamente 
ni recela, ni se estima. 

Las doncellas, al pasar, 
hacen de ámbar y alcanfor 
pebeteros exhalar, 
vertiendo pomos de olor, 
de jazmines y azahar. 

Mas cuando en medio se para, 
y de más cerca le mira 
la cristiana esclava Aldara, 
con su señora se encara 
y así la dice, y suspira: 

«Señora, sueños no son; 
así los cielos, vencidos 
de mi ruego y aflicción, 
acerquen a mis oídos 
las campanas de León, 

»como ese doncel que ufano 
tanto asombro viene a dar 
a todo el pueblo africano, 
es Rodrigo de Vivar, 
el soberbio castellano». 

Sin descubrirle quién es, 
la Zaida desde una almena, 
le habló una noche cortés, 
por donde se abrió después 
el cubo de la Almudena. 

Y supo que, fugitivo 
de la corte de Fernando, 
el cristiano, apenas vivo, 
está a Jimena adorando 
y en su memoria cautivo. 

Tal vez a Madrid se acerca 
con frecuentes correrías 
y todo en torno la cerca; 
observa sus saetías 
arroyadas, y ancha alberca. 

Por eso le ha conocido, 
que en medio de aclamaciones, 
el caballo ha detenido 
delante de sus balcones, 
y la saluda rendido. 

La mora se puso en pie 
y sus doncellas detrás; 
el alcaide que lo ve, 
enfurecido además 
muestra cuán celoso esté. 

Suena un rumor placentero 
entre el vulgo de Madrid: 
«No habrá mejor caballero», 
dicen, «en el mundo entero», 
y algunos le llaman Cid. 

Crece la algazara, y él 
torciendo las riendas de oro, 
marcha al combate crüel; 
alza el galope, y al toro 
busca en sonoro tropel. 

El bruto se le ha encarado 
desde que le vio llegar, 
de tanta gala asombrado, 
y al rededor le ha observado 
sin moverse de un lugar. 

Cual flecha se disparó 
despedida de la cuerda, 
de tal suerte le embistió; 
detrás de la oreja izquierda 
la aguda lanza le hirió. 

Brama la fiera burlada; 
segunda vez acomete, 
de espuma y sudor bañada,. 
y segunda vez la mete 
sutil la punta acerada. 

Pero ya Rodrigo espera 
con heroico atrevimiento, 
el pueblo mudo y atento; 
se engalla el toro y altera, 
y finge acometimiento. 

La arena escarba ofendido, 
sobre la espalda la arroja 
con el hueso retorcido; 
el suelo huele y le moja 
en ardiente resoplido. 

La cola inquieto menea, 
la diestra oreja mosquea, 
vase retirando atrás, 
para que la fuerza sea 
mayor, y el ímpetu más. 

Él que en esta ocasión viera 
de Zaida el rostro alterado, 
claramente conociera 
cuánto la cuesta cuidado 
el que tanto riesgo espera. 

Mas, ¡ay que le embiste horrendo 
el animal espantoso! 
Jamás peñasco tremendo 
del Cáucaso cavernoso 
se desgaja, estrago haciendo, 

ni llama así fulminante 
cruza en negra obscuridad 
con relámpagos delante 
al estrépito tronante 
de sonora tempestad, 

como el bruto se abalanza 
en terrible ligereza; 
mas rota con gran pujanza 
la alta nuca, la fiereza 
y el último aliento lanza. 

La confusa vocería 
que en tal instante se oyó 
fue tanta que parecía 
que honda mina reventó, 
o el monte y valle se hundía. 

A caballo como estaba, 
Rodrigo el lazo alcanzó 
con qué el toro se adornaba; 
en su lanza le clavó 
y a los balcones llegaba. 

Y alzándose en los estribos, 
le alarga a Zaida, diciendo: 
«Sultana, aunque bien entiendo 
ser favores excesivos, 
mi corto don admitiendo, 

si no os dignáredes ser 
con él benigna, advertid 
que a mí me basta saber 
que no le debo ofrecer 
a otra persona en Madrid». 

Ella, el rostro placentero, 
dijo, y turbada: «Señor, 
yo le admito y le venero, 
por conservar el favor 
de tan gentil caballero». 

Y besando el rico don, 
para agradar al doncel, 
le prende con afición 
al lado del corazón, 
por brinquiño y por joyel. 

Pero Aliatar el caudillo 
de envidia ardiendo se ve, 
y trémulo y amarillo, 
sobre un tremacén rosillo 
lozaneándose fue. 

Y en ronca voz, «Castellano», 
le dice, «con más decoros 
suelo yo dar de mi mano 
si no penachos de toros, 
las cabezas del cristiano. 

»Y si vinieras de guerra 
cual vienes de fiesta y gala, 
vieras que en toda la tierra, 
al valor que dentro encierra 
Madrid, ninguno se iguala». 

«Así», dijo el de Vivar, 
«respondo», y la lanza al ristre 
pone y espera a Aliatar; 
mas sin que nadie administre 
orden, tocaron a armar. 

Ya fiero bando con gritos 
su muerte o prisión pedía, 
cuando se oyó en los distritos 
del monte de Leganitos 
del Cid la trompetería. 

Entre la Monclova y Soto 
tercio escogido emboscó, 
que viendo cómo tardó, 
se acerca, oyó el alboroto, 
y al muro se abalanzó. 

Y si no vieran salir 
por la puerta a su señor 
y Zaida a le despedir, 
iban la fuerza a embestir, 
tal era ya su furor. 

El alcaide, recelando 
que en Madrid tenga partido, 
se templó disimulando, 
y por el parque florido 
salió con él razonando. 

Y es fama que a la bajada 
juró por la cruz el Cid 
de su vencedora espada, 
de no quitar la celada 
hasta que gane a Madrid. 

Barcelona, 1821