Prensa y opinión pública a principios de siglo
En el primer tercio del siglo la prensa seguía siendo, pese a sus grandes progresos, un fenómeno relativamente minoritario. Enormes sectores de la población la ignoraban, y basándose en esta realidad Maura negaba, con argumentos semejantes a los que ya había empleado Balmes en el siglo XIX, que los periódicos fueran exponentes de la verdadera opinión pública del país, de las «masas neutras» a las que apelaba. «Quienes no leen periódicos suman más votos que sus lectores», diría en el Congreso en enero de 1904. Contrario a la misma y calificándola incluso de perogrullada, Unamuno señalaría, años más tarde, que «si bien es cierto que los que no leen periódicos son aún mucho más numerosos que los que no saben leer —el 49% de la población adulta en ese momento, según las últimas estadísticas, dice—y, por lo tanto, muchísimos más que los que los leen, aquellos «no tienen opinión»; los que cuentan son la minoría de los que se agitan y se mueven y trabajan la opinión y leen periódicos». Años más tarde, el mismo Unamuno afirmaría: «la Prensa ha hecho que el pueblo se haga público [...] es ella la que más ha contribuido a hacer conciencia popular nacional». Y confirmando la idea, sir John Walter, encargado de organizar la propaganda inglesa en España durante la Primera Guerra Mundial, informaba a su Gobierno señalando: «Casi se puede decir que la prensa diaria es el único órgano de opinión público en España. Los españoles son aficionados a leer periódicos y pasan mucho tiempo discutiendo sus contenidos, pero apenas leen ninguna otra cosa. Las conferencias y mítines son raros y habitualmente de una naturaleza demasiado retórica y difusa para aportar sólida información o proporcionar una impresión duradera»
Ortega distinguía entre una opinión pública profunda, «verdadera», y una opinión pública manifiesta. La prensa dirige la opinión, pero es también dirigida por ella. Tras el desastre del 98, fue un tema debatido, el de si los periódicos habían arrastrado a la opinión en su insensatez, o si se habían dejado arrastrar por ella. Cambien la Iglesia se da cuenta de que ya no bastan sus tradicionales medios de propaganda y adoctrinamiento, de que necesita—si no quiere perder la batalla en los nuevos tiempos una buena prensa que oponer a la mala prensa. Acostumbrada durante siglos a una posición privilegiada, hegemónica, para transmitir su mensaje, había dejado ese terreno al enemigo. El «veneno» del liberalismo, que había socavado los cimientos de su predominio secular, se había difundido fundamentalmente a través de la prensa, y la Iglesia había hecho poco más que lanzar inútiles anatemas contra aquel elemento «de perdición». En los años del cambio de siglo, de acuerdo con las directrices pontificias, despierta en la jerarquía española la obsesión por crear una buena prensa. Pero, lastrada por sus prejuicios contra el medio, no acierta a utilizarlo. Lo lograra la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, bajo la dirección de Ángel Herrera que, al hacerse cargo en 1911 de un pequeño periódico en apuros, creado en 1910, hará de El Debate el primer gran diario católico español a la altura de los tiempos.
Si difícil resulta precisar cuantos compradores tenía cada periódico, más lo es todavía determinar quiénes eran y cómo se distribuían social y geográficamente. Los grandes centros difusores de prensa eran Madrid y Barcelona. La mayor parte de los ejemplares de los diarios editados en Madrid se distribuían por todo el territorio nacional, pese a la dificultad que suponía para su difusión la lentitud de los transportes y el hecho de que las ciudades más pobladas estén situadas en la periferia. Si en el siglo XIX, el ferrocarril había favorecido a la prensa de Madrid en detrimento de la local, el telégrafo (en el XX, el teléfono) actúan en sentido contrario. El periódico tarda mucho en llegar por medio del ferrocarril, mientras que el teléfono se suma al telégrafo como vehículo de las noticias que vuelan desde la capital a las provincias. A finales del período, las iniciativas de Abc, La Libertad o La Vanguardia) de enviar ejemplares por avión, no pasan de ser actitudes propagandísticas o de loables tentativas que no llegan a cuajar.
Pese a estas condiciones adversas, y aunque prácticamente todas las provincias tuviesen uno o varios diarios, gran parte de la prensa editada en Madrid era prensa nacional y constituía un poderoso vinculo de cohesión, como advertía Maeztu, preocupado por el pasajero descrédito de esta prensa tras e1b98. Claro está que no todas las regiones eran igualmente dependientes de la prensa de Madrid. Cataluña es en esto, como en tantos otros aspectos, cada vez más autónoma.
Referencia[ ]
- SEOANE, María Cruz, SAINZ, María Dolores. Prensa y opinión pública a principios de siglo, en Enciclopedia Madrid S.XX
Este artículo reproduce el capítulo homónimo de la Enciclopedia Madrid Siglo XX, cuyo autor conserva el copyright.
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