Arquitectura de los años cincuenta: cuatro habitaciones vacías

De Madripedia
Saltar a: navegación, buscar

Los cincuenta, por su convulsa actividad propia de las etapas de transición, son años de contradicciones, como lo prueba que su arranque pueda marcarse por la simultaneidad del final de la construcción del Ministerio del Aire (1942-1951) y con la propuesta de Oiza y Oteiza para el santuario de Aránzazu (1950-1954). Visto con perspectiva, cuando ya quizá no es necesario comenzar un artículo sobre la arquitectura de esos años comentando la dificultad que el aislamiento añadía a toda actividad intelectual y creativa, la pobreza y falta de materiales y recursos técnicos o el peso de un mapa social lleno de desigualdades y pobreza, podemos rescatar del panorama madrileño episodios como la aventura de los poblados dirigidos, excitante laboratorio sobre lo esencial-doméstico —quizás irrepetible por sus condiciones extremas— o el encuentro y cobijo de las artes plásticas bajo el amparo de la arquitectura con la avanzada del grupo El Paso a la cabeza. Pero lo que reclama nuestra atención es ver como en los años cuarenta de aquella España termina su carrera una generación de arquitectos llamada a operar la gran transformación de la profesión y su apertura a las corrientes internacionales: porque entre 1941 y 1942 terminaron su carrera José Luis Fernández del Amo, Miguel Fisac, Alejandro de la Sota, Asís Cabrero... Sáenz de Oiza en 1946 y José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún en 1948. Además hay que señalar su procedencia: solo Fernández del Amo y Corrales nacieron en Madrid, mientras que Fisac lo hizo en Ciudad Real, Sota y Molezún en Galicia, Oiza en Navarra, Cabrero en Santander...

Obligados a compartir un espacio reducido, nunca se organizaron entre ellos mas allá de asumir deportivamente coincidencias y colaboraciones cruzadas a pesar de las cuales se presentan como una suma de individualidades interrelacionadas de las que la revista del Colegio de Arquitectos o las «Sesiones de Crítica» darían cumplida cuenta. Sobre sus mesas se multiplicaran las tipologías para la reconstrucción de una ciudad, que ya no se basta levantando monumentos y «escoriales». Un país que precisa fábricas, aeropuertos o estadios, cuya capital conocerá un impulso activado a naves de la arquitectura civil acogiendo una generación de cines, bancos, edificios de oficinas o incluso rascacielos que colmaran la trama urbana y prepararan los bordes de la ciudad para un crecimiento desmesurado e imparable que acabara por desbordar su escala urbana en el conglomerado metropolitano de rango regional que hoy conocemos. Y puesto que ya no es necesario hablar de ciertas cosas, tampoco lo es hacer un repaso histórico de la ciudad y los logros de sus arquitectos. Por eso me gustaría realizar aquí una introspección en lo que hoy podemos identificar como la mejor herencia del trabajo ilusionado y difícil de los que en algún caso fueron nuestros profesores y que podría enunciarse como «la conquista decidida de la abstracción». Para ello nada mejor que recurrir a cuatro casos aparentemente singulares pero coincidentes en la forma en que la arquitectura se empeña con radicalidad mas allá de su propia función, mas allá de la resolución de sus pequeñas y grandes limitaciones hasta convertirse en manifiesto extremo sobre como puede un arquitecto posicionarse frente a su tiempo y sus dificultades con la seguridad de poder realizar una interpretación útil y brillante de lo que ocurre a su alrededor.

1) José Luis Fernández del Amo proyectó y construyó en 1953 una sala de exposiciones ocupando un patio de la Biblioteca Nacional que fue el germen del Museo Nacional de Arte Contemporáneo y que constituiría un núcleo poderosísimo de actividad y difusión en España de las corrientes vanguardistas europeas y americanas. Del Amo despliega su manifiesto espacial en esta obra sin contacto con el exterior a través del gesto de trabajar plásticamente el techo y su sistema integrado de iluminación en el empeño por construir simplemente un espacio, encerrar aire y luz para que el arte, la máxima expresión de todo compromiso vital, pueda encontrar un lugar idóneo.

2) En la Casa de Campo languidecen los restos del Pabellón de España para la Feria Universal de Bruselas que José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún construyeron en 1958. A pesar del rechazo que provocó entre sus encargantes por presentarse «casi vacio» y posiblemente por su falta de imagen o carácter asociables a su responsabilidad de representación, supuso la salida y aprecio por la arquitectura española fuera de nuestras fronteras. Cuarenta y cinco años después, su valor sigue siendo, precisamente, pretender exponer la realidad de un país a través de la construcción de un espacio levantado con apenas dos materiales y un único principio constructivo con el que explorar las relaciones entre disponibilidad técnica, geometría y cualidades espaciales.

3) Ese mismo años, Alejandro de la Sota comienza la construcción del gimnasio Maravillas que ha despertado la fascinación de generaciones de arquitectos a través de su inteligentísima organización topológica llena de invenciones como la simulación de una situación enterrada, la disposición vertical de las gradas, las cerchas rellenas de actividad o el empleo inusitado de ciertos materiales industriales que abriría las puertas a una actitud inmediata en lo constructivo que han hecho de este lugar todo un emblema de la arquitectura española del siglo XX.

4) Por ultimo, en 1960, Miguel Fisac construye la cuarta de estas grandes habitaciones: el Instituto de Investigaciones Hidráulicas junto al Manzanares. Con esta gran nave diáfana, Fisac da un paso definitivo en sus investigaciones sobre el hormigón para producir otro volumen ciego que manipula la luz natural otorgando un protagonismo al plano del techo que lo emparenta con el pabellón y las salas de Fernández del Amo.

Pero si observamos en estos ejemplos ingenio o inmediatez constructiva, no deberíamos achacarlo sólo a una interpretación inteligente de la pobreza de recursos técnicos o la escasez de medios económicos sino a un estimable compromiso con aquel ideal moderno que pretende la democratización de la arquitectura a través de la eliminación de lo superfluo, ahora ya no impulsado por el mito de la máquina o la producción industrial del objeto en serie, sino a través de otras influencias como la arquitectura vernácula o las reminiscencias de la eficacia geométrica de una naturaleza que cada vez se alejaba más del centro de la ciudad pero que sin embargo está fuertemente presente en su trabajo.

Los campos de Castilla, la sierra de Madrid, las planicies de la Mancha o los lugares de la infancia reaparecen en estos proyectos a través de un proceso de abstracción de lo popular que De la Sota o Del Amo habían explorado ya en sus proyectos para el Instituto Nacional de Colonización, Corrales y Molezún en sus institutos de Herrera de Pisuerga y Alfaro, y que el viajero Fisac nunca abandonaría a través de la sistemática presencia de formas naturalistas en su arquitectura. Y esto es significativo porque estos cuatro proyectos se realizan en paralelo con sendas investigaciones sobre materiales disponibles cuyas posibilidades son llevadas al limite: el hormigón y sus encofrados en Fisac; las estructuras para grandes luces procedentes de otras tipologías que De la Sota había ensayado en Tabsa o en Clesa, invertidas ahora en el gimnasio Maravillas para permitir su ocupación por las aulas y los laboratorios; los ambiciosos despliegues espaciales logrados a partir de un sistema de pocos y simples elementos metálicos en Corrales y Molezún; la utilización conceptual, austera y moderna de las piedras y otros materiales naturales junto a la luz artificial como gran recurso escénico en Fernández del Amo.

Junto al valor ensayístico sobre los recursos constructivos, hay que poner al mismo nivel la investigación sobre el espacio como material susceptible de ser sometido ala máxima abstracción hasta hacer irreconocibles los elementos tradicionales con los que la arquitectura se había construido hasta entonces. Observados detenidamente, estos ejemplos trabajan sobre el aire, sobre aquello que queda encerrado por la arquitectura, un aire iluminado, estimulado, activado, que acaba adquiriendo una sólida presencia convirtiéndose él mismo en protagonista, medio y fluido en el que la actividad puede surgir y desarrollarse con la máxima carga poética, creando una realidad que ya no es exclusivamente física, que se propone como intensa experiencia subjetiva. Así, estos cuatro casos nos sirven para relacionar el esfuerzo de sus autores por superar un figurativismo que se había revelado ya agotado en la misma línea que lo están intentando los artistas españoles coetáneos.

Reinterpretación de lo popular e investigación sobre la geometría «natural» a la búsqueda de una abstracción liberadora será, pues, un trabajo colectivo. Los recursos cristalográficos, las morfologías óseas o la dramatización de la luz estarán tan presentes en estas obras como en las investigaciones del grupo El Paso, los ensayos de Pablo Palazuelo o Manuel Rivera y tantos otros cuyo trabajo nos habla de una convivencia de lo figurativo con lo abstracto que hace de la geometría el instrumento más poderoso del arquitecto. Sin embargo, arquitectura y artes plásticas siguieron a continuación caminos de diferente intensidad, iniciando la primera un período de crisis y ensimismamiento que sólo dio sus mejores ejemplos desde el uso extremo de las dos geometrías posibles. No debe extrañarnos que los primeros sesenta vieran aparecer casos de rigurosa composición y simplicidad como la Escuela de Caminos de Laorga y López Zanón o el Palacio de Cristal de Asís Cabrero, junto a un optimismo geométrico en el que lo cristalográfico daría paso a la aparición de lo que Juan Daniel Fullaondo llamaría un «organicismo madrileño» de gran exuberancia formal y técnica, cuyo arranque decidido y cota máxima al mismo tiempo sería Torres Blancas de Oiza, cerrando con el mismo autor la década que inauguró Aránzazu. En cualquier caso, da la impresión de que ya estaba todo dicho y el legado de los cincuenta no sería aprovechado en todo su potencial hasta décadas después, pero eso es ya otra historia.

De la basílica a la torre de viviendas pasando por el museo, el gimnasio, el pabellón y el instituto, se puede escribir un episodio repetitivo de la historia de la arquitectura que ya Cirlot había enunciado el gran leitmotiv del arte del siglo XX: la lucha entre una geometría rectilínea-ortogonal y otra sinuosa. Cincuenta años después, cuando la arquitectura se debate entre dónde y cómo situar una posición inteligente entre un minimalismo austero y represor y una complejidad geométrica incontrolable, cabe preguntarse cuánto si lo primero no nos convence por su dogmatismo, lo segundo tampoco debería hacerlo aunque no fuera más que por la cantidad de energía proyectual, conceptual, económica y matérica que exige, por la ingente cantidad de deshechos de todo tipo que produce a su paso y por la necesidad de plantearnos si podemos seguir trabajando en una arquitectura que se vanagloria de sus excesos con insultante soberbia. Mirar las ilusiones y los fracasos de los que fueron nuestros maestros puede guiar le necesaria toma de postura en un tiempo difícil. Quizás, los artistas de este cambio de siglo puedan ser de nuevo los guías de los posicionamientos críticos pertinentes con los que evitar ser arrastrados por la cómoda corriente de lo amable y lo esperado.

Referencia[ ]

  • HERREROS, Juan. Arquitectura de los años cincuenta: cuatro habitaciones vacías, en Enciclopedia Madrid S.XX


Copyright
Este artículo reproduce el capítulo homónimo de la Enciclopedia Madrid Siglo XX, cuyo autor conserva el copyright.
No es un artículo modificable ni está bajo licencias libres. Si eres el autor del mismo y quieres modificarlo, mándanos un correo