Ateneo de Madrid (artículo)
En mi herida adolescencia de provincias no sabía muy bien cuál habría de ser mi primera visita, nada más poner el pie en Madrid: si el Café Gijón o el Ateneo. Me decidí por el Gijón. La «docta casa» imponía lo suyo. Además alguien que conocía las reglas, mi padre, ya me había advertido de que para franquear aquella noble puerta era requisito indispensable hacerse antes socio. Nunca lo fui, de tal modo que todas las veces en que he concurrido a actos, de los cuales no pocas como modesto protagonista, me he sentido y supongo que me sentiré un poco intruso y con el temor de ser detenido en el vestíbulo por un ujier perentorio y galoneado poco menos que como un almirante doblado de Emil Janning.
De ese lugar ungido he frecuentado su bar, el gran salón de sesiones, las pequeñas aulas del piso alto aún recuerdo agradecido la de poesía que allí llevaba magistralmente José Hierro en los años sesenta. Nunca usé, naturalmente, la biblioteca, con sus más de quinientos mil volúmenes, que la convierten en la segunda pública de España. Me agrada mucho embobarme y musarañear en la galería de retratos, ir reconociendo a escritores muy dilectos. Uno de los últimos incorporados es el de don José Prat, mi ilustre paisano y amigo, director de la casa, cuyos dos tomos de memorias no han tenido, me parece, la circulación que merecen: toda la España política y cultural del siglo XX y el exilio transita por ellas, en un prodigio de amenidad, hondura, honestidad y saber.
Y la «Cacharrería». Muy aparte la «Cacharrería»: un espacio noble de la planta baja con hondos divanes, bustos, pintura más bien pompier, pero ahí no importa y hasta queda bien, y altos techos artesonados. La «Cacharrería» que yo añoro, sin haberla vivido, es la de anteguerra, esa que comparece en una foto, quizás de Alfonso, en que se ha dejado el lugar central y sedente a don Manuel Azaña y don Ramón del Valle-Inclán que, como es sabido, fueron presidentes de la institución. Mi muy temprana fascinación por el escritor gallego subió muchos puntos, si eso era posible, al enterarme de que llegó a vivir en los altos del Ateneo, no sé si por la precariedad de su economía o por comodidad. Algo similar hizo don Marcelino Menéndez Pelayo en la cercana Academia de la Historia. Se sabe que el Ateneo funciona desde 1835. Hasta 1884 estuvo en la calle de la Montera. El edificio actual fue especialmente pensado para albergarlo. Ya en el local de Montera existía la «Cacharrería». ¿Por los platos o búcaros que se lanzaban los enfebrecidos polemistas? No. Lo aclara un cronista: «A lo lejos se oían siempre rumores desacordes, acentos desatinados, coro de votes roncas, alboroto y estruendo cacharreril. He ahí la razón de su nombre». A lo mejor se trataba de la España que trataba de razonar embistiendo. ¡Qué país! Las trizas alcanzaban en ocasiones a la puerta de la calle y aledaños: un jovencísimo Eugenio Montes alcanzó a ver a Galdós caminando hacia la casa, calle del Prado abajo. De pronto, de una taberna o cafetín, salió en tromba una mujer enfurecida que se plantó en jarras en mitad de la calzada y rugió: «¡E1 gran escritor, la gloria nacional! ¡Un canalla!». El canario, casi ciego, la empujó nerviosamente a un portal. Allí la aplacaría. O no. Pero los añicos quedarían unos momentos, ominosamente brillando como heridos por el sol.
Referencia[ ]
- MARTÍNEZ SARRIÓN, Antonio. Ateneo de Madrid, en Enciclopedia Madrid S.XX
Este artículo reproduce el capítulo homónimo de la Enciclopedia Madrid Siglo XX, cuyo autor conserva el copyright.
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