Cafés literarios y los jóvenes del 98
A comienzos del siglo XX en Madrid sólo eran hospitalarios los cafés y los teatros, de modo que los escritores, unos seres con finísimo instinto para pasarlo bien, y por tanto para sufrir lo indecible cuando no son felices, dejaban su vida en los cafés y en los teatros. Las casas, de alquiler por lo general, eran frías, y las familias, que solían crecer de manera exponencial, lo mismo. Sólo los teatros, en sus diferentes variantes, y los cafés les blindaban de esposas e hijos que muchos de ellos arrastraban en existencias penosas y arruinadas como una extraña carga.
En París las cosas no sucedían de otra manera. Muchos de nuestros escritores habían viajado y vivido allí a comienzos de siglo y sabían los prestigios que otorgaban La Closserie de Lilas o La Brasserie de Lipp a los hombres que luchaban por la gloria literaria. Rubén Darío, diplomático de su Nicaragua en diferentes países, trajo aquí a un tiempo una vida desarreglada y bohemia que iba a poner término a cierto puritanismo literario y un genio que pondría fin a la pesadilla de la necrosada poesía en castellano. Todo ello sin salir apenas de los cafés, que empezaron a sacudirse su viejo romanticismo sin saber que empezaban a ser modernos.
Fue Baroja el que dio este consejo a un joven literato que quería empezar: «Vaya a Madrid y póngase a la cola». El Café de Levante, Forros, la Granja del Henar o el Café Nacional fueron algunos de esos cafés. Cierto que cada escritor tenía el suyo preferido, pero no es raro encontrárnoslos a los aspirantes a literatos haciendo la ronda de uno a otro, incluyendo en ellos la «Cacharrería» del Ateneo.
Los jóvenes del 98 quizás fueron más impacientes y buscaron, más que la cola, las estaciones de tren. Es la primera generación sistemática y literariamente viajada: sobre todo por Castilla.
En muy pocos años, pongamos de 1900 a 1915, esa generación iba a dejar lo mejor de sí. En 1900 la mayoría de ellos no había llegados los treinta. Unamuno, el mayor de todos en 1900, con treinta y seis años, y el único que no vivió nunca en Madrid, ciudad a la que sin embargo viajaba a menudo por razones literarias y políticas, desde su Salamanca adoptiva y desde su docencia (uno de los pocos con empleo fijo y remunerado), nos dejaría la novedosa vitalidad y brío de sus Ensayos, publicados en la prensa madrileña y llamados a convertirse en la remoción de conciencia de España, y una poesía extraordinaria que aún tardaría muchos años en comprenderse. Baroja, de naturaleza más modesta pero de no menor genio, iba a damos, entre otras obras, y en medio de una fecundidad que no envidiaba nada la de Galdós, la trilogía La La lucha por la vida, donde novelaba las vidas humildes, sombrías y zurradas de los bajos fondos madrileños. Azorín, acaso el más contradictorio de todos ellos, parece dividido entre la ruidosa agitación política, que le llevó del anarquismo inicial a posiciones harto conservadoras, el periodismo diario, no menos ruidoso, y el silencioso ministerio literario que le convertiría en prosista finísimo y ascético, capaz de dar vida en un par de frases a una pared de cal en la que se posara el sol. En cuanto a Valle-Inclán, el bohemio por excelencia, influido por D'Annunzio, iba a ocuparse de la lengua castellana como de un preciosista joyel bizantino, camafeos incluidos, en obras, como sus célebres Sonatas, en las que las frases suenan solas, solemnes y tundidas, a muerto, como esas campanas de leyenda. Quizás la principal lucha literaria en todos ellos fuese al principio parecerse lo menos posible a Galdós, a quien, no obstante, llevaron en procesión tras el estreno de Electra. También sacar adelante un programa de regeneración nacional, después de la desastrosa política que había hecho perder a España sus última colonias.
Los poetas, atentos acaso a la más delgada voz de Bécquer, a quien veneran, y fascinados por la labor renovadora emprendida por Rubén Darío, parecen más entregados a sus revistas y sus libros de versos.
Esta diferencia entre prosistas y poetas fue el origen de una confusión que llevó a creer a muchos que aquella generación se dividía entre regeneracionistas del 98 y modernistas del novecientos. Cambiaba en ellos el talante personal, pero no la sensibilidad literaria, ya que hoy tampoco vemos tan diferente cierto Unamuno poeta del Darío de aquella verdadera obra maestra que se tituló Cantos de vida y esperanza, de 1905, ni al Machado de las Soledades, de 1903, del Azorín de Castilla... Juan Ramón Jiménez, que empezó a la temprana edad de dieciocho años a publicar sus libros, en 1900, pronto se convertiría con su imprescindible Segunda antología en el gran poeta que extremaría, depurándola, la labor de renovación de Darío, y Manuel Machado, más celebrado en un primer momento que su hermano Antonio, iba a reinterpretar cierto espíritu, hondo y sutil, de lo popular andaluz, en libros como El mal poema.
Si a ellos se le sumara la obra y el nombre de Galdós, no debería dudarse de que entre todos estaban forjando, a sabiendas o no, el nuevo siglo de oro español, comparable a aquel otro en el que labraron Cervantes, Góngora y Lope melificando un idioma dulcísimo...
Hubo, como es natural, otros nombres, junto a estos, que la posteridad ha ido orillando, pero que contribuyeron de la misma manera en aquel renacimiento con obras notables. Pensemos en aquel Manuel Bueno, autor de crónicas periodísticas ligeras, o en el poeta Francisco Villaespesa, antes de que se amanerara de una manera imprevisible, y autores que una mirada atenta no dejaría de lado: Alejandro Sawa, Camilo Bargiela, Rodrigo Soriano, el siempre un poco barbárico Vicente Blasco Ibáñez, y luego, más tarde, Ciges Aparicio y con él los más truculentistas Felipe Trigo, o quienes, con méritos mayores, habrían merecido pertenecer a esa generación, como Eugenio Noel, escritor itinerante de fuerte raigambre hispánica, o el pintor José Gutiérrez Solana, autor de media docena de libros, entre ellos La España negra, que le convierten en un caso único de nuestra literatura, en el creador extraordinario de una realidad no registrada hasta entonces: el alucinante mundo solanesco, de no menor personalidad que otros mundos literarios cristalizados entonces y perfectamente distinguibles un siglo después: el mundo barojiano y todo lo barojiano, el esperpento valleinclanesco, la suprema exquisitez juanramoniana, el mágico simbolismo machadiano, la fragilidad azorinesca o la torería manuelmachadina...
Nunca hasta entonces tantos escritores aportaban visiones tan diferentes y complementadas y nadie podía presagiar en 1900 que todo ello iba a salir, en parte, de unos cafés cochambrosos y cargados de humo y de unos miseros vagones de tercera.
Referencia[ ]
- TRAPIELLO, Andrés. Cafés literarios y los jóvenes del 98, en Enciclopedia Madrid S.XX
Este artículo reproduce el capítulo homónimo de la Enciclopedia Madrid Siglo XX, cuyo autor conserva el copyright.
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