Fábrica de Tabacos (Artículo)
Integrada en uno de los barrios más populares de la capital, la Fábrica de Tabacos ocupa un amplio edificio situado junto a la glorieta de Embajadores, entre las calles Miguel Servet y Embajadores, en los límites del antiguo distrito de la Inclusa.
La fábrica durante más de un siglo el escenario de vida y trabajo de miles de mujeres conocidas popularmente como <<las cigarreras>>, personajes pintorescos -evocadores de las célebres manolas y chulaponas- simbolizados en mujeres de espíritu rebelde, independientes y apasionadas. Esta presencia idealizada que atentó una imagen mítica sobre su existencia favoreció la desvalorización social del trabajo de las cigarreras, ocultando tras de sí un protagonismo y una experiencia laboral emblemáticos.
En su origen, el edificio fue concebido para albergar la Real Fábrica de Aguardientes y Naipes, diseñado y construido en su mayor parte bajo el reinado de Carlos III. La obra, proyectada por el arquitecto Manuel de la Ballina, responde tipológicamente al modelo de instalaciones manufactureras del siglo XVIII, tratándose desde la lógica de localización funcional y la organización jerárquica del espacio.
Precisamente, el planteamiento tipológico y la funcionalidad de su diseño permitieron, apenas dos décadas más tarde, que ese espacio fabril con un esquema social y laboral todavía inmerso en el Antiguo Régimen, se adaptara sin grandes traumas ni reformas a un nuevo uso productivo, convirtiéndose a principios del siglo XIX en la sede de la Fábrica Nacional de Tabacos.
En 1809, en plena ocupación de las tropas francesas, por orden expresa de José Bonaparte, se improvisó un pequeño departamento tabaquero en el interior del edificio de Embajadores. Se trataba de una instalación precaria y provisional que contribuyera a remediar el desabastecimiento del consumo en la corte y, para ello, se reclutó a más de ochocientas mujeres de los barrios del entorno, cuya labor, aunque modesta, alcanzó en pocos años un considerable nivel de calidad. El taller funcionó con carácter provisional hasta comienzos del año 1816, que se paralizó para estudiar la conveniencia de su continuidad. Tras varios años de informes favorables y tímidos intentos de restitución, finalmente, en junio de 1825, la Dirección General de Rentas Estancadas autorizó el restablecimiento definitivo del trabajo en la fábrica. Con ello, se dio paso a una nueva singladura productiva que, superando las dificultades de sus comienzos y la progresiva adaptación del uso del espacio original a las nuevas necesidades manufactureras, llegó a convertirse en uno de los principales centros tabaqueros de la Península y una de las mayores concentraciones obreras de la ciudad, empleando, a finales del siglo XIX, a más de cuatro mil operarias.
En la evolución histórica del edificio, destaca la adecuación y uso real de algunos espacios concretos no estrictamente productivos vinculados a la condición femenina del personal obrero ocupado. Así, el temprano funcionamiento de una escuela-asilo para los hijos de las cigarreras -aprobado en 1840 por iniciativa personal de Ramón de la Sagra- o los diferentes lugares destinados a la lactancia que ha conocido la historia de la fábrica. Ejemplos de esta significativa ocupación espacial fueron la llamada <<sala de leche>>, establecida en los años veinte en la portería de mujeres, y la habitación con cunas y camas para los hijos de las operarias, improvisada junto a los talleres de puros en la última planta del edificio durante la Guerra Civil.
A partir de 1887, con la cesión de la explotación del monopolio a la Compañía Arrendataria de Tabacos -momento clave en la historia de la renta del tabaco-, se acometieron reformas y obras de saneamiento para solucionar los graves problemas derivados del hacinamiento y la falta de higiene que modificaron, en parte, la vieja estructura fabril del edificio, al mismo tiempo que los cambios introducidos en la organización del trabajo con el avance de la mecanización comenzaban a transformar el panorama sociolaboral de la fábrica.
La Fábrica de Tabacos de Madrid, con una historia productiva continuada de más de ciento setenta años, representa un escenario social de referencia en la vida de las mujeres qeu allí trabajaron, un espacio físico que condensa una memoria colectiva emblemática. Además de la evidencia numérica -que durante casi un siglo no bajó del millar de operarias-, las cigarreras mantuvieron un amplio protagonismo en los diferentes ámbitos de la realidad contemporánea madrileña. Como mujeres trabajadoras -reclutadas desde niñas y adiestradas en las labores del humo, y del vivir, por sus propias madres y abuelas-, las cigarreras manifestaron una temprana conciencia social y una sorprendente capacidad de movilización y lucha obrera, tal y como muestra el famoso motín ocurrido en la fábrica en 1830 que <<hizo temblar a las autoridades>>. Pero además del activismo asociativo, canalizado sindicalmente a partir de los años veinte, y de su protagonismo en numerosos conflictos y huelgas en defensa de sus condiciones de trabajo, como grupo social, la presencia y solidaridad de las cigarreras se destacó en manifestaciones públicas, populares motines de subsistencia, protestas de carácter político, de estudiantes o en las numerosas muestras de apoyo ante las frecuentes tragedias que azotaban a las clases trabajadoras madrileñas, como ilustra el trágico accidente que provocó el derrumbamiento del tercer depósito del Canal de Isabel II en abril de 1905.
De los talleres de Embajadores, así como de otras fábricas del Estado, salieron destacadas líderes obreras, como Eulalia Prieto o Encarnación Sierra, que durante la guerra se comprometieron y militaron en la lucha femenina contra el fascismo.
Fuera de la fábrica, durante la época de mayor esplendor, la particular atmósfera del oficio de cigarrera se respiraba literalmente en el aire promovido por la alta concentración de trabajadoras que vivían en los barrios de Lavapiés, Huerta de Bayo y Cabestreros, entre otros, alojándose, mayoritariamente, en corralas o patios de corredor y compartiendo con el resto de sus vecinos escenarios y espacios de sociabilidad tan populares como la Fuentecilla (calle Toledo), el lavadero, el mercado, los merenderos, etc. La proximidad de las viviendas, que facilitaba la simultaneidad de funciones, espacios y tareas en el vivir cotidiano de las cigarreras, la invasión y el ajetreo diario que provocaban sus entradas y salidas en la calle de Embajadores, y sus travesías inmediatas, eran un fiel reflejo de su presencia y protagonismo local y de la enorme influencia que la fábrica mantuvo durante años en el ritmo de vida del barrio.
En manos de la empresa Tabacalera S.A. desde 1945, durante las últimas décadas, la fábrica ha visto disminuir progresivamente su actividad, al tiempo que su plantilla se mantenía bajo mínimos. A finales del año 2000, casi como un símbolo económico de ruptura milenaria, el centro de Embajadores cerró silenciosa y definitivamente sus puertas dejando tras de sí una singular cultura social tabaquera cuya impronta y memoria colectiva encierran todavía hoy los muros y secretos de la fábrica.
Fuente de la primera versión: Artículo de la Madrid Siglo XX. Enciclopedia, autor Paloma Candela Soto