Poesía en los años cuarenta

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León Felipe había escrito: «Hermano... tuya es la hacienda... / la casa, el caballo y la pistola... / Mía es la voz antigua de la tierra. / Tú te quedas con todo / y me dejas desnudo y errante por el mundo... / mas yo te dejo mudo... / Y ¿cómo vas a recoger el trigo / y a alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?».

Era ese un sentimiento general, dentro y fuera del país: lo mejor de la poesía española se había puesto del lado de la República, había cruzado los Pirineos con las milicias derrotadas, se había embarcado hacia América. Y para contrarrestar tal desbandada, para demostrar al mundo que no se habían llevado la canción, en los años cuarenta el régimen franquista alentó, como nunca hasta entonces se había hecho desde instancias oficiales, la creación literaria. ¿Literatura de propaganda? Sí y no. Juan Aparicio, que fue el responsable de todo aquel tinglado, sabía bien que la mejor justificación del franquismo en aquellos momentos duros de autarquía y condena internacional, no era tanto cantar sus excelencias como cantar a secas, demostrarle al mundo que Espana no se había convertido en un patio cuartelario donde sólo sonaban las consignas de rigor.

Y los nuevos y viejos escritores acudieron en tropel a los cantos de sirena de Juan Aparicio. La Estafeta Literaria, que quería emular a La Gaceta Literaria de Giménez Caballero, y que era un gran magazine lleno de información y colorines, trataba de dejar minuciosa constancia de todo aquel florecimiento, vendido casi como otro Renacimiento. Una de sus secciones se titulaba «Hablar por hablar o el todo Madrid de las tertulias», y en ella Julio Trenas, con el pseudónimo de «El silencioso», dejaba constancia de que en la capital del nuevo Estado seguía viva la españolísima costumbre de arreglar el mundo cada día en tomo a la mesa de un café.

Varias de esas tertulias tenían su sede en el Café Gijón, y allí, junto a uno de los ventanales que dan al paseo de Recoletos, tuvo su origen el grupo de la «Juventud creadora» y su órgano de expresión, la revista Garcilaso.

Entre 1943 y 1946, Garcilaso publicó treinta y seis números. No quería solo ser el órgano de expresión de los nuevos, sino también enlazar con los mayores, remendar en lo posible (que no era mucho) el costurón de la guerra: en ella publicó Juan Ramón Jiménez y también los poetas del 27 que no se habían exiliado: Gerardo Diego, Dámaso, Aleixandre. Pero el tono lo dio su director, José García Nieto, un virtuoso del soneto y la décima y cualquier estrofa tradicional, un poeta atildado, bien humorado, nunca disonante. El prestigio de Garcilaso duró poco, tan poco como el de su director, que de ser la gran revelación de los años cuarenta pasó a ser incluido en la Antologia consultada (1952), de Francisco Ribes, que fijó el canon de la época.

En el mismo año de 1943, otra empresa madrileña marcaría el resurgir político: la colección Adonais, de pequeño formato (Cernuda dejjó constancia de su desagrado), y el premio del mismo nombre. Un libro cada mes, dos o tres nuevos poetas valiosos cada año (el premio más los accesit), ese era el ambicioso programa, cumplido en buena parte: Adonais comenzó descubriéndonos a Rafael Morales y siguió con José Hierro, Vicente Gaos, Claudio Rodríguez y tantos otros.

Detras de Adonais estaba José Luis Cano, secretario oficioso de los poetas exiliados, mano derecha de Vicente Aleixandre. A Adonais se le uniría pronto La ínsula de Enrique Canito, una isla liberal en aquel mar rojo y gualda, gobernada también por Cano y la larga sombra de Aleixandre.

El sueño poético de enlazar el Madrid del franquismo con el de los años treinta, pareci6 cumplirse en 1944, cuando dos de los más destacados representantes de la nueva literatura de entonces volvieron a publicar, y no precisamente obras de poco fuste: Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, sonó casi como una blasfemia en medio de los melosos arrullos garcilasistas; Sombra del paraíso, de Aleixandre, señaló el camino de un nuevo clasicismo visionario, sin pastiches del siglo de oro.

Madrid se había convertido de nuevo en la capital poética de España. No faltó un intento de resucitar las vanguardias. Un joven poeta gaditano, Carlos Edmundo de Ory, ayudado por Eduardo Chicharro y Silvano Semesi, funda el «postimo», el movimiento que resume todos los «ismos», de dadá al surrealismo, un intento de convertir a la imaginación y al absurdo en el núcleo generador de cualquier obra literaria. La fecundidad del postismo tardaría en verse; de momento pareció solo una broma intrascendente, un intento más, en aquel Madrid de estraperlo y hambre, el Madrid de La colmena, de recuperar la vitalidad literaria perdida.

La renovación se gestaba en el norte: en el León de Espadaña, en el San Sebastián de Gabriel Celaya, en el Bilbao de Blas de Otero, y muy pronto, ya en la década de los cincuenta, en la Barcelona de Banal y Gil de Biedma.

Pronto los nuevos bárbaros de la poesía social iban a invadir Madrid, espantando a los poetas celestiales, denigrados por Goytisolo. Pero esa es otra historia.

Referencia[ ]

  • GARCÍA MARTÍN, José Luis. Poesía en los años cuarenta, en Enciclopedia Madrid S.XX


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