Prensa y literatura de la transición

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Los epígrafes son, por definición, vagos e imprecisos, ampulosos, grandilocuentes y enfáticos, y el de «Prensa y literatura en la Transición» lo es sin ninguna duda, y más si se le pasa la hoz por los bajos del epígrafe y la dura realidad es que debe caber en tres folios, éstos que siguen. Qué hacer, pues. Pues al menos lo que he hecho: escoger un periódico tan sólo, que venía de la noche más negra del franquismo y que supo adaptarse a los tiempos, que dio —prudentemente— la batalla por las «libertades» (las comillas matizantes son grilletes de la época) en el tardofranquismo y que fue deshaciéndose una vez que la transición empezó a andar. Me estoy refiriendo al diario vespertino Informaciones, de la calle de San Roque y de la calle de la Madera, que de ambas entradas, en las traseras de Callao, gozaba entonces. Y, además, he preferido recordar unos hitos concretos: muerte de Franco, nombramiento de Suárez, legalización del PCE, primeras elecciones democráticas y, cerrando, el Premio Nobel de Literatura concedido a Vicente Aleixandre, en octubre de 1977. Dos años, pues, desde lo de Franco a lo de Aleixandre, que si no cambiaron España sí al menos dejaron en el pavimento de la historia la huella no del frenazo, sino del ilusionado acelerón. Veamos, pues, algunas cosas de cuando entonces, que si de todo hace ya veinte años, de esto algo más. Informaciones tenía, en aquellos años, las «páginas amarillas» más leídas de la vida literaria española: el suplemento de papel amarillo de los jueves, el de las artes y las letras. Tenía también una página de cultura (debió de ser de los primeros diarios con una sección cultural propia, lo normal era darlas «notas culturales» dentro de la información local), que solía hacer hueco a resúmenes de conferencias, de actos del día (ya se sabe, lo de Eugenio d'Ors: en Madrid, a las siete, o das una conferencia o te la dan). A comienzos de noviembre de 1975 fue asesinado Pasolini, y Alfonso Sánchez, que era el columnista estrella del diario, le dedicó su columna (ser o no ser entonces era aparecer en las «negritas» de Alfonso Sánchez, como, años después, bien entrada la transición, ser o no ser era caer en las «negritas» de Francisco Umbral, en El País, que con Diario 16 fue de los periódicos de referencia de la Rampante Transición). Alfonso Sánchez tenía acomodo colas páginas finales, en una tierra de nadie donde cabían espectáculos y notas de sociedad. Pero era, además, un viejo periodista de olfato: qué crónica aquella sobre el metro, que no conocía, ni sabía como la duquesa de Alba cuánto costaba un billete, y cómo se montó, «corresponsal de guerra», «enviado especial de lujo», cola estación, entonces, de José Antonio y cómo salió, sano y salvo, en la de Callao y se fue a su diario, a su mesa, a su máquina, a escribir su crónica. Un periodista de olfato que igual se acercaba a La Paz a ver cómo evolucionaba el Caudillo. En las páginas centrales del periódico, en aquel otoño, escribía Maestro Lázaro Carreter su itinerante (posteriormente) sección «El dardo en la palabra». El día en que murió Franco, sólo salió una columna de cultura, algo de relleno: el resto de papel estaba donde tenía que estar. Cuando cesaron, el 2 de julio del 77, a Arias Navarro y, sorprendentemente, ¿sorprendentemente?, se eligió a Adolfo Suárez, el diario ya publicaba dos páginas de cultura, no había ya tanto espacio para las conferencias y empezaba un runrún informativo, que atravesará toda la época: un arrimar el hombro a temas que empezaban a predominar en la prensa cultural: el regreso de escritores exiliados, el rescate de sus voces, el compartirla palabra que, al decir de León Felipe, se habían llevado, a la otra orilla, los trasterrados. El día en que Alfonso Sánchez, movida de sitio su columna, contaba el cese de Arias Navarro, en la sección de cultura se daba cuenta de la muerte, en México, de Juan Rejano, poeta. Y en la Academia se decía que no había nada de nada de que Jorge Guillén, ilustre exiliado, que iba y venía, eso sí, fuera a ocupar sillón de académico. En ese año 1976 se le daría el primer Premio Cervantes, que Pío Cabanillas, el primer ministro de Cultura, Bienestar y Deportes (creo, no me hagan mucho caso), se sacó de la manga para mayor gloria de las Letras. Guillén recibió el Cervantes de manos del Rey en abril del 77, y en enero, de madrugada, hizo escala en Madrid, rumbo al Paseo Marítimo de Málaga, y confesaba sin bajarse del avión a un soñoliento periodista que estaba encantado con el premio, con regresar y que, por favor, le hicieran fotos con las azafatas. En aquel entonces, los periodistas acudían a Barajas (cada diario tenía su contacto), y así, en septiembre del 76, Borges declaraba, a pie de pista, que la democracia era una cuestión de número) y otras cosillas para su leyenda, y en la primavera del 77, Arrabal convocaba a los «plumillas» en la «zona internacional» de Barajas para decir que, a pesar de sus estrenos, los que estaban por venir, no regresaban a España hasta que ya no hubiera presos políticos. Y en mono del 76, José Bergamín, ese esqueleto póstumo de sí mismo, refugiado en su Rico del Palacio de Oriente, daba una conferencia en el Instituto Francés, porque era «territorio francés». En aquel primer caluroso mes de julio, se anunciaban «elecciones libres», «amnistía», el estreno tras cuarenta años de prohibición (esta era una coletilla, necesaria y gratificante, muy de la época cultural) de Los cuernos de don Friolera de Valle-Inclán, y el regreso, tras treinta y nueve silos de exilio, de la eximia actriz María Casares, que venía a estrenar, Dios mediante, El adefesio de Rafael Alberti. María Casares vino en tren y se le fue a recibir a Chamartín. Alberti, en abril del 77, ya legalizado el PCE, vino en avión, un miércoles 27, a media mañana, en un Boeing 727 proveniente de Roma. «Esto parece un recibimiento a Joselito», dijo el poeta feliz y que se había ido con el puño cerrado y volvía con la mano abierta. Y el Informaciones, que salia por las tardes, dio la noticia, ese mismo día, en primera pagina. Detrás de Alberti, caminaba, sonriente, con la mirada perdida, quién sabe si ya reconociendo las huellas del deterioro de la memoria, María Teresa León, su compañera de exilios y de letras. Alberti, por cierto, encontró Madrid caótico y lleno de coches. Pero el poeta estaba feliz. Seguían rescatándose obras y nombres del exilio. Serrano Poncela se había muerto en Caracas y se publicaba, «de nuevo», «por vez primera», «tras xxx años de prohibicón» (táchese lo que no proceda), La forja de un rebelde de Arturo Bares, y venían Salvador Madariaga, Claudio Sánchez Albornoz, y se homenajeaba a Dionisio Ridruejo que había muerto, como Moisés, a un palmo de la tierra prometida/la democracia, y Pedro Laín Entralgo había escrito su descargo de conciencia a modo de memorias y se presentaron en el Hotel Wellington, el de los toreros y el de las presentaciones de libros en aquellos años. Y regresó de sus universidades norteamericanas Jose María Valverde, aquel fino profesor que sabia (de cuando lo de Enrique Tierno Galván, Jose Luis Aranguren y Agustín García Calvo) que ética y estética iban, como las cerezas, de la mano, enlazadas. Yen las primeras «Ferias del Libro» de Madrid de la Transición siempre con polémica —¿sacar los libros del Retiro?— predominaban los libros políticos, los inmediatos, porque el 15 de junio de 1977 se celebraron —en paz, en paz, en paz— las primeras elecciones democráticas. Y ya se hablaba de que el Guernica iba a venir, el traslado era inmediato (tardaría un poco, hasta septiembre de 1981, pero aquel fue otro año, y que año). Y, por fin, el primer jueves, el 6, de octubre de 1977, Vicente Aleixandre recibía en su casa, en su chalé de Velintonia, rompeolas también de las generaciones de poetas que hablan sucedido a la trasterrada del 27, la llamada sueca que le anunciaba el Premio Nobel de Literatura concedido a él, a su generación (así lo vieron los supervivientes de entonces) y a España, que iba encaminándose por la senda constitucional, a pesar de todos los pesares. «Es un gran honor, pero también un mazazo», decía el poeta emocionado. Para esa ocasión los periódicos dedicaron paginas y paginas al acontecimiento. Hoy eso es normal, entonces no tanto. Pero aquellos años tenían, también en el terreno literario, algo de excepcionalidad. Era la feliz, ¿feliz?, transición, de las ilusiones faldicortas y de los entusiasmos desmelenados. Luego vendría el desencanto. El desencanto, película, ya se había visto. De películas, entonces, además de las prohibidas, se estrenaron las de Basilio Martín Patino, Canciones para después de una guerra y Caudillo. Aquellas imágenes, aquel maná; todo de cuando entonces.

Referencia[ ]

  • GOÑI, Javier. Prensa y literatura de la transición, en Enciclopedia Madrid S.XX


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