Benavente y el teatro burgués
Jacinto Benavente (Madrid, 1866-1954) llena con sus producciones, su influencia y sus polémicas la primera mitad del siglo XX español, y aún después de su muerte sigue influyendo en el teatro de la segunda mitad del siglo. Sus reposiciones en la actualidad (principio del siglo XXI) siguen reuniendo público. En las historias críticas se le atribuye el cambio absoluto del teatro romántico del siglo XIX, la entrada de la prosa en una desmesurada escena que todavía dominaba el autor en verso que el había precedido en el Premio Nobel, Echegaray, y la crítica interna y moralista de la alta burguesía española desde el realismo.
No todas estas apreciaciones son exactas. Puede estimarse que le precedió en ellas Enrique Gaspar (Madrid, 1842-Oloron, 1902) y sobre todo Benito Pérez Galdós (Las Palmas, 1843-Madrid, 1920), que entran de lleno en el realismo o naturalismo (con toda la confusión que producían las dos palabras en su momento) y en la crítica abierta de costumbres. La diferencia esencial es que estos dos autores hacían su examen libre de la sociedad española en el momento del «Desastre» (nombre dado por la historia a la pérdida de las colonias en América, y la decadencia previa); la ven como repugnantes a las costumbres y la política dominante, mientras Benavente, como queda señalado, la hace desde el interior de esa sociedad cambiante y alta a la que pertenece (hijo de un médico afamado y rico en historiales clínicos de su clientela) y para ser vista y escuchada por esa misma sociedad, casi en el tono de los chismes y discreteos de salón. El título de una de sus obras, Alfilerazos (1924; el Premio Nobel le había sido concedido en 1922), señala esa manera de diálogo burlón y un poco hiriente, a la manera homosexual (que era la suya), de la época y al mismo tiempo señala la paternidad de Oscar Wilde, crítico también interno de la alta sociedad, también homosexual, pero con tanta fuerza en la crítica que la venganza social le llevó ala cárcel y la muerte en total pobreza. No dejó de tener también Benavente venganza por sus «alfilerazos»: adicto (o, por lo menos, no enemigo) de la República, personaje literario aunque discreto dentro de la Guerra Civil, autor de Santa Rusia (1932), sufrió después una persecución de crueldad cómica por la censura del ministro Arias Salgado, que permitía la representación de sus obras nuevas, pero sin permiso para citar su nombre en los carteles y programas de los teatros, ni en los periódicos, donde las criticas aparecían con menciones parecidas a ésta: «Una obra por el autor de Los intereses creados», o «de nuestro Premio Nobel» (en ese momento era el único autor español que lo tenía y probablemente esa condición le salvó de adversidades mayores). Benavente, sin embargo, hizo todo lo posible por congraciarse con el régimen, y una de sus últimas obras, Aves y pájaros, era una especie de fábula de animales donde trataba con crueldad a Manuel Azaña, ya muerto, y a su cuñado Cipriano Rivas Cherif, director de teatro, que en el momento del estreno de la obra (1947) estaba en la cárcel, capturado por los alemanes en Francia y condenado a muerte con otros compañeros que fueron fusilados, aunque a él le indultaron. Una leyenda dice que la misma obra había sido escrita contra Franco y su cuñado, Ramón Serrano Suñer, para ser estrenada en la guerra; pero le dio tiempo a cambiar los personajes y el sentido de la sátira.
Al citar más arriba la influencia de Oscar Wilde habría que añadir la de George Bemard Shaw en el mismo sentido, pero con un socialismo fabiano más directo. Hay que advertir que hasta esa época, y probablemente después, la propiedad de los temas literarios y las imitaciones de estilo no tenían la importancia de ahora y se consideraban legítimas: baste advertir la cantidad de «Faustos» o de «Don Juanes» escritos en el mundo a partir de Marlowe y de Tirso de Molina, y cada uno con sus valores distintos. Jacinto Benavente, políglota y de alta cultura, se dejó influir continuamente por otras modas del teatro mundial, y su habilidad fue, aparte de un diálogo fluido, elegante, de excelente castellano y repleto —a veces, hasta la exageración—de frases ingeniosas, irónicas o de una filosofía fácil, la de introducir esas modas en el examen de la sociedad española, y no sólo en estas permanentes críticas a la alta sociedad, sino al abordar temas de carácter popular o dramas rurales, como Señora ama (1908) o La malquerida (1913), en las cuales se han encontrado huellas italianas de Manzoni o de D'Annunzio (La figlia di Jorio), como puede haberlas, declaradas, de Goldoni en «la antigua farsa» como llamó él a Los intereses creados (1907).
Aunque sus características ya citadas son las principales en una extensísima obra (172 piezas de teatro), puede decirse que practicó todos los géneros. El historiador del teatro español Francisco Ruiz Ramón divide esta obra en «interiores burgueses ciudadanos», «interiores cosmopolitas», «Moraleda o los interiores provincianos» (Moraleda fue el nombre que dio a una ciudad imaginaria donde esa burguesía campesina ejerce una moral hipócrita), «interiores rurales» y «los intereses creados» (tomando el nombre de esa farsa citada por el de un género al estilo de la commedia dell'arte, en el que se puede citar La ciudad alegre y confiada (1916) como continuación de Los intereses...), y probablemente estas cinco divisiones son más académicas o formales que reales. La condición de teatro burgués abarca toda su producción, y más que nada porque está escrito precisamente para ese público.
En la historia social española, el teatro de finales de los siglos XIX y XX refleja la lenta conversión de una aristocracia alta en una burguesía que la hereda y, a pesar de la falta de revolución industrial o moral, aparecen ya ciertos tipos, como el «nuevo rico» que en la comedia española, como en la francesa (por lo menos, desde Molière, donde el burgués es un personaje burlesco, pero no sin cierta virtud de fondo; más bien engañado por sus familiares), se mezcla con la clase que comienza a descender. En España las pérdidas de las colonias van hundiendo a la aristocracia, que aún gasta más de lo que recibe de sus últimos latifundios, y la burguesía la va sustituyendo aunque imitando en las modas. Un carnicero del mercadillo de la Corredera, Cándido Lara, crea en el mismo lugar de los abastos domésticos el Teatro Lara, que aún existe casi en su misma forma. Fue en ese teatro donde se estrenó Los intereses creados contra la voluntad del empresario, que no la entendía (los propios actores invirtieron su dinero, cosieron sus ropas, montaron la obra, que luego fue uno de los grandes éxitos del siglo; por gratitud, Benavente cedió sus derechos de autor al Montepío de Autores). Los locales se construían ala manera de los salones burgueses, con su gran araña en el centro—una tradición que apenas ha terminado—, los acomodadores con libreas y guante blanco de criados, los grandes vestíbulos para la conversación durante los largos entreactos (a veces las charlas duraban mientras la representación continuaba, y los conocedores volvían al patio de butacas de cuando en cuando para escuchar un «parlamento» o un diálogo y comparar la calidad entre dos actores, como Borrás y Ricardo Calvo).
Durante ese siglo XX hubo otra gran batalla literaria en Madrid entre los vanguardistas de todas clases, los antitradicionales, y los escritores clásicos. Una parte de la modernidad la trajeron los poetas de la generación de 1927 que escribieron para el teatro, como Lorca o Alberti, o el mayor de ellos, Valle-Inclán (autor de la obra quizá más importante de la historia del teatro español, que apenas gustó en su tiempo: Luces de bohemia, más la supervivencia de Galdós), mientras el grupo burgués del que era cabeza Benavente mantenía la tradición. La constitución económica del teatro, en tomo a estos empresarios y propietarios, al estilo de los grandes actores (no solamente por sus calidades, sino también por su imitación de la alta burguesía: la manera de llevar el frac de Mariano Asquerino o de Gabriel Algara, los trajes y los apellidos de Irene López Heredia o de María Femanda Ladrón de Guevara, la aristocracia titulada de Femando Díaz de Mendoza y sus descendientes), mantenía ese público y los precios altos de las butacas.
Las divisiones políticas, no siempre realistas, llevaron inevitable el teatro burgués ala derecha y el cambiante o moderno ala izquierda, y la Guerra Civil dividió definitivamente la escena, aunque el tono de la burguesía lo mantuviera un autor como Pemán. Pero Pemán no dejó nunca de ser benaventino, como no dejaron de serlo sus sucesores de la posguerra, formada por una burguesía nueva pero no renovada: el mismo Pemán, Joaquín Calvo Sotelo, Juan Ignacio Luca de Tena: personajes todos de apellidos de la antigua monarquía, junto a los que aparecieron los nuevos: López Rubio, Ruiz Iriarte y una nueva vanguardia como la de Jardiel Poncela, Tono y Mihura, franquistas convencidos, pero abiertos y modernos.
Referencia[ ]
- HARO TECGLEN, Eduardo. , en Enciclopedia Madrid S.XX
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