Ciencia en Madrid
Nada está tan oculto como lo más obvio. Así al menos ocurre en prácticamente todas las ciudades con la ciencia, que es tan ubicua como invisible. De hecho, los ciudadanos nos encontramos ante la paradoja de vivir envueltos y revueltos entre objetos de naturaleza científico-técnica, mientras que los actores y los laboratorios necesarios para su producción se ocultan tras las paredes de edificios cuyo rango patrimonial y su influencia cultural son difícilmente reconocibles. Las huellas existen, por ejemplo, en construcciones todavía existentes, el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, hoy Instituto de San Isidro, el Real Observatorio Astronómico, la Escuela de Ingenieros de Minas, el Hospital del Niño Jesús y la Residencia de Estudiantes. Pero además de las instituciones cuyo edificio se conserva, a veces con otras funciones, hubo muchas construcciones que no han sobrevivido al tiempo y que, sin embargo, fueron sede de algunos de los investigadores más brillantes de nuestra historia o de los proyectos científicos más innovadores. Si hubiera que citar alguna incluiríamos la renacentista Academia de Matemáticas de Felipe II, integrada en el entorno de Palacio en la entonces llamada Casa del Tesoro, colindante con la muralla en las cercanías de la puerta de Balnadú, y luego absorbida a comienzos del seiscientos por los jesuitas en su colegio de la calle Toledo; también merece ser recordado el Instituto Federico Rubio, un centro clave cola renovación de la cirugía decimonónica y que estuvo instalado en el también desaparecido y muy innovador Hospital de la Princesa, antes de ubicarse en la Moncloa en el solar que hoy ocupa el Hospital de la Concepción.
Si tuviéramos un mapa que mostrara estas y otras migraciones de los científicos por el callejero urbano llegaríamos a dos rápidas conclusiones: la primera es que las instituciones ganan relevancia cuando pierden centralidad o, en otros términos, que cuanto mayores la distancia a Palacio, más significativa e innovadora es su actividad. La segunda establece un vínculo muy revelador entre la expansión de la urbe y la expansión de la ciencia. El primer ejemplo nos lo proporciona la instalación en la fachada este del paseo del Prado del conjunto formado por el Jardín Botánico, el Observatorio Astronómico y el Museo del Prado, inicialmente diseñado por el genial Juan de Villanueva (Madrid, 1739-1811) para contener una Academia de Ciencias que heredaría los fondos y laboratorios del Gabinete de Historia Natural —situado en la segunda planta de la Academia de Bellas Artes de San Fernando en la calle Atocha, tras haber pasado por la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor—, de la Real Escuela de Química de Madrid y del Real Estudio de Mineralogía, ambas en la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas. El destino de este eje como área para equipamientos científicos de la corte, se vio reforzado mediante la presencia de otras dos instituciones: el Hospital General, cuya planta proyectada e inconclusa llegaba hasta el bulevar del Prado —hoy sede del Centro de Artes y Museo Reina Sofía—y el Real Gabinete de Máquinas que en 1792 abrió sus puertas en el Salón de Infantas del Palacio del Buen Retiro.
Atocha ganó relevancia desde el punto de vista científico-tecnológico cuando, tras el levantamiento de la estación de ferrocarril, Madrid inició el camino que la uniría al mar y que le permitió cambiar su papel de corte imperial por el de capital de la nación. Una transformación espectacular que la situó en el centro de las preocupaciones de ingenieros y médicos que, mientras derribaban murallas, trazaban calles o traían las aguas desde la sierra, pasaron a ser personajes públicos y principales baluartes de la ideología del progreso y el bienestar social. Y no es extraño que los ingenieros de caminos eligieran el cerro de San Blas, junto a la colina de las Ciencias y frente al paisaje fabril que fue rodeando el circuito de contorno que unía las estaciones Atocha, Delicias, Peñuelas, Imperial y del Norte. La Escuela de Minas se trasladó desde los aledaños de la carrera de San Jerónimo a Ríos Rosas, cerca de los depósitos del Canal y en un área fronteriza de la ciudad entre descampados.
También hacia el exterior migraron otros dos nodos científicos de la ciudad. El primero se ubicó en los alrededores de San Bernardo, cuando el Noviciado de los jesuitas fue elegido como sede de la Universidad Central, suprimiendo de un plumazo a la Complutense de Alcalá. Desde entonces algo novedoso comenzó a moverse en el triángulo cuyos vértices estaban en el cruce de Alberto Aguilera (entonces paseo de los Areneros) con Princesa, la glorieta de San Bernardo y el edificio del Noviciado, pues en las dos décadas siguientes, además de las dependencias universitarias y el Hospital de la Princesa, también se asentaron el núcleo de las instituciones científicas de los militares que gravitaban alrededor del cuartel del Conde Duque: el Hospital del Buen Suceso, el Laboratorio de Sanidad Militar, el Laboratorio de Higiene Militar y el Laboratorio de Ingenieros Militares. Estos datos confirman una constante verificada en muchos países cuando consideramos el proceso de expansión mundial de la ciencia; a saber, el protagonismo que adquieren las instituciones médicas. En Madrid, en concreto, este polo sanitario se prolongó hacia el norte hasta desembocar en Moncloa con la instalación del Instituto de Higiene Alfonso XIII, el Asilo de Santa Cristina y el ya citado Instituto Federico Rubio, todos situados en el entorno de la actual plaza de Cristo Rey. Y no hay duda de que este polo, luego continuado en la Facultad de Medicina, la de Odontología y la de Farmacia, cercanas al Hospital Clínico, es el origen más remoto que encontramos para la Ciudad Universitaria.
Los desplazamientos por el oeste también tuvieron su contrapartida por el este, pero por el eje de la Castellana no viajaron los centros sanitarios, sino más bien los destinados a saberes más abstractos en el ámbito de la biología o en el de la física. A finales del siglo XIX abrió sus puertas en los Altos del Hipódromo el Palacio de Exposiciones en medio de un inmenso vacío urbano. El edificio, deudor de aquel entusiasmo por lo técnico popularizado en toda Europa, las Exposiciones Universales, quedó pronto en desuso, siendo ocupado cola segunda década del siglo XX por el Museo de Historia Natural, la Escuela de Ingenieros Industriales y algunos laboratorios de la Junta para Ampliación de Estudios, como el de Investigaciones Físicas y el de Automática, dirigidos por Blas Cabrera y Leonardo Torres Quevedo, respectivamente. En 1914 se levantó el primero de los bloques que constituyen el conjunto racionalista de la Residencia de Estudiantes, dando acogida a nuevos laboratorios experimentales, como los de Histopatología, Bacteriología, Anatomía Microscópica y Fisiología y que, compartiendo el espacio con poetas, filósofos y artistas, dieron origen al núcleo intelectual más brillante, cosmopolita e innovador de la cultura española. Sin duda, la creación de este campus en «la colina de los Chopos», luego ampliado con el Instituto Nacional de Física y Química, el Rockefeller, y más tarde, tras la Guerra Civil, heredado (o suplantado) por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, constituyó el mayor estímulo para el desarrollo de las ciencias operado en nuestro país durante muchas décadas. Y también habría que mencionar otros hitos urbanísticos y científicos como la Junta de Energía Nuclear, hoy Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas, la Universidad Autónoma de Madrid, las ciudades sanitarias de La Pazy Doce de Octubre o el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, aunque éste se encuentra fuera de la ciudad, en las inmediaciones de Ajalvir.
Referencia[ ]
- LAFUENTE, Antonio. Ciencia en Madrid, en Enciclopedia Madrid S.XX
Este artículo reproduce el capítulo homónimo de la Enciclopedia Madrid Siglo XX, cuyo autor conserva el copyright.
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