Escuela de Vallecas

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Con este nombre tan local fue bautizado un grupo clave en el arte español de los años veinte y treinta, tanto por sus aportaciones y experimentos plásticos, situados en el terreno de la más puntera vanguardia de nuestro país, como por la estela que dejaron en el arte español de la posguerra, época en la que tendría una segunda etapa (1939-1942) y varios epígonos, entre los que habría que destacar el de la Escuela de Madrid.

La primera Escuela de Vallecas se perfiló en una fecha incierta de los años veinte, tal vez hacia 1927, y terminó con la Guerra Civil. En ella participaron artistas plásticos, arquitectos y escritores, entre los que destacarían: Benjamín Palencia, Alberto Sanchez, Maruja Mello, Luis Castellanos, Juan Manuel Diaz Caneja, Francisco Lasso, Rafael Bergamin, B. Moreno, Luis Felipe Vivanco, Rivaud y Rafael Alberti entre otros.

La génesis del grupo se puede situar en la relación entre Benjamín Palencia y Alberto Sánchez, sin duda protagonistas de toda la experiencia. Cuando Palencia llegó a Madrid desde su pueblo natal entre en contacto con Juan Ramón Jiménez —quien a su vez lo había descubierto y admirado desde años antes—, y a través de él con la Residencia de Estudiantes. A partir de ese momento se impregnó, del clima estético y científico de la Residencia, y participó en sus actividades, clave fundamental para entender parte de la mítica del grupo y sus experiencias plásticas. Alberto venía del Toledo popular; era un artista autodidacta que durante tiempo había alternado su oficio de panadero con el de escultor. Maruja Mello, hasta que se marchó a París en 1932, fue una participante excepcional, que testimonió las aventuras plásticas de aquellos jóvenes a la búsqueda de un «campo de acción» en el paisaje, para crear un arte de vanguardia, conectado de una manera «revolucionaria» con la tradición plástica española. Esta idea es la misma que sostenía el sector europeo del «movimiento internacional» vanguardista de los años veinte, interesado en conectar con la «tradición propia», desde Igor Stravinsky y los ballets rusos a Manuel Falla o Bela Bartok.

Para tales objetivos los estilos manejados, tras una primera etapa déco o neocubista figurativa, fueron un realismo mágico —metafísico--, un surrealismo aprendido de París, así como un constructivismo transformado en clasicismo vanguardista, que se defini6 por la reconstrucción plástica del orden arquitectónico del paisaje mediante un geometrismo misterioso. A esas referencias se unieron las del primitivismo hispano --la escultura ibérica, el arte rupestre levantino—, la lectura surrealista y abstracta de El Greco, así como un sentimiento popular transfigurador del folclorismo decimonónico en formas modernas inspiradas en la vanguardia plástica y en la estética de la geografía anarquista, que definía el paisaje como «campo de acción» de la revolución social protagonizada por sus habitantes.

El paisaje que eligieron para esa batalla apasionada fue el del sureste de Madrid: el recorrido que va desde el desmonte de los antiguos vertederos de Atocha, radiante por esa luz casi desértica de la planicie de la estepa --entonces ya urbanizada con la flamante estaci6n del ferrocarril y los ámbitos obreros e industriales que la rodeaban—, con los cerros que emergen a lo largo de las visa del tren, pasando por el pueblo, entonces rural, de Vallecas, hasta llegar a la ciudad histórica de Toledo. Allí Alberto y Palencia tendrían experiencias casi místicas, viviendo algún modo de éxtasis ante la visión cromática mineralizada del cerro habitado por los fantasmas de la historia. En el punto de partida y sobre el cerro Almódovar de Vallecas hicieron todos ellos una ceremonia fundacional e inscribieron sobre el «Monumento a los Plásticos Vivos» los nombres de los artistas que les fascinaban, tanto de la vanguardia como de la tradición.

Ese camino, que se iniciaba en la prolongación del Madrid de la Ilustración —el paseo del Prado—, recorría con los nuevos ojos de las formas vanguardistas los senderos marcados por el excursionismo científico —derivado de la Junta de Ampliación de Estudios y el Museo de Ciencias Naturales--, siguiendo las vías del tren, paralelas al curso original del rió Tajo. El ritmo sinuoso del primitivo sauce y los cerros que van quedando en sus orillas conformaron los más señeros ejemplares pictóricos y escultóricos de la Escuela de Vallecas, tales como las escenografías de Alberto para obras del teatro clásico español o sus esculturas —Mujer rural en un camino lloviendo o El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella—, marcadas por los perfiles serpenteantes del río y las huellas orogénicas de poética cientifista y geológica sobre sus superficies; son esas tierras, gredas, yesos, antiguos fósiles del terreno, los que aparecen en las pinturas de Palencia, que experimentó en originales collages, pegando mariposas y rastrojos, o las que inspiraron la serie «Plástica escenográfica» de Maruja Mallo.

La segunda Escuela de Vallecas (1939-1942) no fue en realidad exactamente tal. Protagonizada por el Benjamín Palencia de la posguerra, estuvo integrada por Álvaro Delgado, Enrique Núñez Castelo, Gegroio del Olmo, Carlos Pascual de Lara y Francisco San José, a los que se podrían añadir Cirilo Martínez Novillo o Luis García Ochoa, como parte de otros artistas que luego formaban la Escuela de Madrid.

Presentados por el escultor Aventin a Benjamín Palencia, el lugar de encuentro fue el Museo del Prado y la cita constante del grupo se produciría en tomo a El Greco. Benjamín Palencia era correa de transmisión del desarbolado espíritu vanguardista de la preguerra, que cultivaba en dibujos surrealizantes de formes orgánicas y descamadas. Pero esos modos serían sustituidos por diversos modos realistas, abandonando así el espíritu experimental de la primera escuela.

El mundo rural y el paisaje adquieren un protagonismo representado desde ese nuevo tono realista, transformándolo en un símbolo de evasión y silencio en medio del drama del Madrid de posguerra: un mundo bucólico en el que refugiarse y en el que eras, campanarios, yuntas de mulas, carros, bodegones sencillos eran los protagonistas. San José, el más fiel a Palencia, encuentra en las puertas desoladas de los muros rurales o en las minas del arrabal de Madrid un consuelo a la desolación; Carlos Pascual reinterpretaría la metafísica de la escuela anterior y su espíritu abstracto y geométrico conectando con la pintura del Realismo Metafísico italiano o con el espíritu analítico de Juan Gris o del sintético y elemental de Francisco de Zurbarán; el mundo esperanzador de los niños reaparece entonces en medio del paisaje purificador y desolado.

Referencia[ ]

  • PENA, Carmen. Escuela de Vallecas, en Enciclopedia Madrid S.XX


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